Urmateria
Recóndito se encontraba allí, el equivalente a un suelo resignado
a un cuerpo agujereado, el reloj que siempre me acertaba en las 14:19 horas y
Cillian que en su transformismo me llevaba a desayunar por Plutón.
Sobre la mutilación de esta materia, el gatito chino había dado la
patada número tres cientos setenta y nueve sin reacción a mi vida. Me vibraban hasta las pestañas por ese bracito demente pero dorado que siempre desee romper. Se
sumaba el inflamado ruido de la bomba eléctrica que Graciela, la vecina de al
lado, encendía a todas horas sin exagerar el comentario. A esa mujer le molestaba
el verde, las semillas de las palmeras, las abejas invasivas y nuevamente el
verde, le gustaba ponerse pantuflas sobre las medias de toalla blanca que le
sacaba a su marido cuando este se iba a trabajar con el taxi.
La filtración de una cocina del otro lado de mi departamento que
batallaba a todas las cocinas de la cuadra revoleándole sabores sagrados a cualquiera
que pase por allí. Uno caminaba por su puerta y daban ganas de cerrar los
ojos para imaginar un mundo lleno de abuelos, colores, sacos acuadrillé, caramelos de limón, carpetitas bordadas a
mano, el olor a madera lustrada, un baúl de disfraces y toda esa sarta de detalles que me hacen infinita.
Nunca supe cómo se llamaba esa mujer.
Ahí, en el letargo de algunas replicas, mientras todas las cosas mínimas
tenían vida y yo moría, ahí apretaba fuerte los dientes con la fuerza de los minutos que iban descartándose.
Levanté mi materia del piso y salí a caminar. En el transcurso del viaje nunca se desprendieron de mí, los latidos de todos mis pensamientos que abofeteaban la razón de algunos seres que dejaban
un pedazo de saliva en mi relato e intentaban absorber mis ojos con sus manos.
Pasé por lo de Orlando y me miró por lo profundo, anhelando
lo invisible de mi barba mientras comía un guiso viendo canal Encuentro en su peluquería
disfuncional.
Nuevamente el sol acotándose en esa calle plagada de transeúntes.
Nuevamente el sol acotándose en esa calle plagada de transeúntes.
Me dejaba sin aire, el salvajismo de un realismo basado en tres dimensiones pero de esas dimensiones
de utilería que están compuestas por un cartón que siempre es frágil a los
alfileres de la humedad.
Temblando, con la piel irreparable a mi mayor obra, iba anegando
el paisaje para vomitar la poesía que usted podrá conseguir fácilmente en los
cotillones, en esa parte donde están las coronas de plástico y alguna
que otra máscara con el látex de un zombie.
No miraba, iba neutral, llena de mugre en la conclusión de todos mis pensamientos y me invadían las ganas
sobrevaloradas de existencialismo puro.
Te pensé más intensamente cuando pasé por un lugar sin orillas y me acordé de
la Novena Revelación que prometieron traernos y nunca consiguieron.
Me moví tan rápido como Bodysnatchers que ocupaba la disfonía de mis oídos. El volumen me quemaba la membrana y hacía de viento mi boca que intentaba tragarse todo el cielo de un bocado mientras iba perdiendo la respiración. Las palpitaciones se aceleraban de modo violento dentro de esta maquina para la felicidad.
Las calles se desintegraban a mis pies. Desesperaba, te buscaba, deseando encontrarle un sentido a lo que va de mi narración y ya no podía saber dónde estaba parada ni cómo había llegado hasta acá.
Perdida en el trance con la tierra, me apagaba. En el más intenso recuerdo, llegué hacia a vos. En ese instante pude volar.
Perdida en el trance con la tierra, me apagaba. En el más intenso recuerdo, llegué hacia a vos. En ese instante pude volar.
Finalmente te encontré en ese lugar demorado en el tiempo siendo el aprendiz de un brujo. Estabas ahogado de poesía que te llegaba hasta la lengua.
Intenté romperte en este par de bocas pero al mirarte entendí que no podías verme. Tus ojos se inyectaban de lagrimas que expandían ácido hacia los efectos especiales de tu magia.
Se había hecho tarde para una musa, me había retrasado para resurgir nuevamente.
Sin haberlo anticipado, se me había acabado la caja de las siete vidas.
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