Donde habitan los cocodrilos

Sobre esos muros planean las aves bestiales.
Levanta la cabeza; hay cielo, hay cuerpos que traspasan muros, hay pájaros que fraccionan el oxígeno que no llega a éste lado del muro. Hay una respiración acabada.
Encadenada va siguiendo un cuentapasos, se hace de sombra en su espalda, se hace sombra de su sombra. 
Silenciosa, con una mirada lerda y un corto andar, arrastra su cuerpo como si fuesen ropas largas que se agarran a la tierra.
Casi mantiene su cuerpo en pie como la araña que está próxima a caer en la rejilla de una bacha donde despende un hilo de agua. Ese juego morboso que tiene la vida.
Piensa, cada vez más seguido piensa, dejarse ir con esa agua y morir pero sus sentimientos la vuelven esclava y existe tiranía en su oscuridad.
El aire es tan denso que casi se vuelve sólido en sus manos. Ése es el único suministro de aire que su naturaleza les permite tener.
Él camina a metros de ella, es casi perceptible a su vista. Va recolectando pedazos de árbol caídos en la oscuridad, esas mismas leñas que tropiezan sus piernas y lo echan al piso en reiteradas ocasiones. Dentro de la frondosidad de aquellos árboles y un paisaje alegado, él encuentra un submundo. Ahí mismo, dentro de un bosque que ardió en residuos, él planta, él grita, él se interpreta, él se esconde.
Ella sueña y en ese sueño ella recorre océanos, desde adentro. Casi flota sobre ellos, hay tormenta en ese mar. En su onírica se ven unos gigantes que rugen sobre diez cuerpos del suyo. No parece temer, ni temblar ante esa feroz exposición; ella los fractura, los lastima, los vacía y sigue corriendo dentro de la corriente como esa araña que está a punto de caer por el agujero.
Sueña, ahora despierta, y piensa en una salida. La única opción para salir del muro es atravesar un río que pasa por debajo donde habitan cocodrilos. Ella lo mira como si un imán la hubiese enamorado. De un segundo para otro, se reincorpora y vuelve a mirar las aguas calmas. De alguna manera sabe que su liberación reside allí y en ningún otro lado.
Lo busca, a metros de distancia, lo mira encerrándose en el caparazón de aquel bosque. Lo mira y suspira, piensa que de todos modos ella ya está muerta. Esa no será la diferencia que le impedirá atravesar ese río de cocodrilos.
Toma aire, ahora se siente más denso que de costumbre, casi que puede oxigenarse con él. Cierra los ojos, sacude las malezas de su cuerpo, raja las raíces de sus pies. Se desnuda desde el corazón hasta el sexo, presiona su labio inferior con los dientes y de un impulso, sin porción de pensamiento, salta en ese río.
Los depredadores solitarios comienzan a metérsele por el cuerpo, ella sonríe en esas aguas quietas. La tormenta emana de su cuerpo produciendo estruendos en el cielo, rompiendo las paredes del muro, rompiendo el mismo mundo. Él reacciona pero no puede moverse, estuvo tan familiarizado con ese bosque que acabó por convertirse en árbol.
Hasta el fin de los tiempos ellos dos son ese accidente que iba a suceder.

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