Crónica de los ojos borrados


Salió corriendo de todas las dimensiones que le pateaban las antologías al carajo de una vida paradójica que se llenaba de ficciones para no reventar. Lo vi en mucho de mis personajes, la diferencia es que él sabía que esa monotonía estaba a punto de ensordecer. Fue lindo verlo caer en esa dirección, pensaba. Se sintió hasta placentero proceder con la mirada al que resultaría el fin de su humanidad. Mientras lo miraba, jugaba a ponerse espiritualidades en un discurso repetido. Tal vez estaba convenciéndose así mismo para no caer en la culpa que llegó a imponerle un curso de catequesis que hizo cuando tenía 10 años. Pero no pudo evitar desplomarse de rodillas en esa vereda rasposa. Una muerte más, la última. Cayó al suelo, destiñendo el cielo de pájaros y aterrizando en el asfalto. Como latigazos, sus vértebras fueron rayando el aire, rompiéndolo de materia que se movía en cámara lenta. Ahora imaginen que en la escena se oye un violín de fondo y un piano desprolijo. Le agobiaba esa idea que nunca quiso querer, esa idea que lo había llevado a un ansiado abismo.Todo sucedió en esa calle que todavía transita dentro de su cabeza y, siendo la narradora, dudo que pueda olvidar en algún momento. Se encontraba en Anatole France al 987 sobre un cemento sediento de agua que contaba historias pasadas de gente que alguna vez tuvo un gato negro, un jilguero muerto por ese gato y un vino en la heladera. El cuerpo le pesaba de suspiros rezagados por el viento que cortejaba lo ocurrido y se hacia cómplice de alguna manera. Estaba empezando a hundirse en un purgatorio, aborreciendo la fotografía de volver a tener sus manos en el ínfimo recuerdo. Asco fue lo que se le empezó a derramar hasta las rodillas. Queriendo arruinarse la materialidad del alma, intentó salir corriendo de la escena del crimen. Esa liberación que sintió fuera del cuerpo, parecía aniquilar todos los cosmos y todas esas ideas teológicas de eternidad.
Sus manos, el detalle que olvidó borrar de él, el sabor a sangre latiéndole en la lengua y la exquisita bronca de saber que iba a ser imposible desgarrarlo de su boca. Sabía que ni el tiempo, ni la brújula que todo lo crea haciéndolos incorpóreos, iban a poder salvarlo. Sabía que ese era el fin. Anatole France, se repetía una y otra vez dándole una cansada vuelta a su cabeza. Esa calle que parecía haber salido de la nada, volcó sobre sus ojos el alucinógeno poder de lo real. Caminó, a una velocidad que solo lo hace la gente que quiere pasar desapercibida. Vigiló, miró con sosiego a su alrededor para no dejar ningún testigo presente. No pudo avanzar, le era exageradamente difícil poder moverse ya que estaba empezando a desaparecer. Los ojos se le ahorcaron, se le cerraron despacio, se le borraron de la cara y en 1, 2, 3 cayó por completo expirando todo rastro de vida en su carne. Era premeditado este final,era de esperarse que él ya no pudiese seguir vivo porque su condición de ser lo había matado.
A las 14:23 Hs. una señora de unos 73 años pasó por Anatalo France al 900 y lo encontró yaciendo en la calle. Dio un sobresalto silencioso al encontrarlo muerto para reservar la maravillosa escena que estaba aconteciendo. Ada Bermejo, era el nombre de esta mujer. Al menos era el nombre que pude ver en su uniforme de trabajo. Un uniforme que debía usar en una farmacia rítmica que recibía a sujetos llenos de placebos en sus recetas médicas. Sintió la necesidad de ver el cadáver, cuando se acercó a él se le habían expirado los ojos, literalmente se le habían borrado los ojos. Vio en sus manos un papel arrugado, lo tomó y empezó a leerlo pensándolo en voz alta, al menos eso hizo que terminara diciéndolo en voz alta. "Fui y soy mi asesino, la parte creadora de tristeza. Soy lo que usted descubrió al iniciar el cuento, ese mismo hombre que maté”

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