Anfibia
Juana y el abismo van sucediéndose como la relación que mantienen dos amantes desde las comisuras de sus cuerpos usados. Ella vive distrayéndose y decorando las ventanas del salón con huracanes. Bailando en medio de la ostentación, descuida el apoyo de sus pies y en un ebrio cruce cae dejando un lamento esparcido por todo el piso. Desde lejos él la mira, la incorpora a sus pensamientos con bastante frecuencia. Tanto que se vuelve una tortura. En su ignorancia ella tiene el poder de balancearse como el viento de otoño dentro de su corazón.
Juana no percibe, no concentra ningún tipo de fuerza en querer
observar realmente, juega a no ser dentro de una enajenación narcótica. Se
divierte en la piel de sapos que besa a través de pantallas hacia el interior
de sus piernas. Ese juego infinito que desboca en la paranoia de un cansancio
que se devoró todos los éxitos de un momento. Ella se pierde en las voces, en
las conversaciones pero no se comunica con nadie. Hace rato se volvió adicta a
la soledad y no sabe estar con las personas. Solo permanece con ojos abiertos
en charlas insignificantes. Hace tiempo que esto se volvió un constante en su
vida tanto que hasta perdió la voz. A pesar de eso le es imposible pasar
desapercibida, la gente la encuentra fascinante en la imprudencia de su
encanto. Baila, baila y se refriega en el aire que la encuentra y la devuelve
como el hilo de un ovillo que se desprende. El viento hace con ella lo que
quiere, es su única posesión. No conoce el amor y prefiere no tocarlo, lo
respeta demasiado y le teme dentro de un lugar habitado por su sinceridad.
Juana es la tormenta de arena que arrasa y golpea los fantasmas de las personas,
es por esta razón que pocos se animan a pararse frente a ella. La música
deja de sonar y Juana tropieza con el hilo que la adormece en la frecuencia de
los días, algo la desenvuelve, la descubre y, de algún modo, la despierta de un
sueño nocivo.
Ilustración: Ines J.
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